Las imágenes reposan en el silencio de las hornacinas. Al levantar el telón reciben el soplo de vida que les permite vivir una vez más la historia para la que fueron esculpidas. Se ponen en movimiento para mostrar invariablemente el drama de La Pasión, por medio de sus afectos, casi humanos. La supranaturalidad de su expresión barroca pone en relación su energía interior -devota o maligna, ya sean figuras santas o malvadas- con el espacio exterior donde habita la humanidad expectante o, si se quiere, el público. Su apariencia tiene como vehículo expresivo la retórica contorsionada de sus voces y sus gestos atormentados. La víctima, cuerpo oficiante del rito, representa su propio tránsito hacia la muerte, siendo su cuerpo el objeto a despedazar o moldear con la gubia teatral de los sucesivos tormentos.
Sujeto y objeto del destino, "pues está escrito", y de la actividad de su verdugo, cuya razón de ser es la de propiciar los tramos, las escenas, la malvada ingeniería de los tormentos. Acompañando a la victima a lo largo del drama, sea calle de la amargura, calvario o valle de lágrimas, las imágenes santas y doloridas de los que sufren la pérdida, cada vez más irremediablemente, de aquel que al morir pone punto final al drama. Tras el velatorio, después de haber sido abandonadas por el hálito que les dio vida en el escenario, las figuras vuelven al lugar del silencio y de la oscuridad donde habitan.