«Hace unos meses tuve la oportunidad de visitar el museo egipcio del Cairo. Pregonaban en todos los idiomas del mundo los pormenores del descubrimiento. Había mucha gente de muchas razas y colores. El trasiego era constante, recordaba la navidad en Occidente en unos grandes almacenes. Yo estaba cansado y por un instante, distraído, fijé mis ojos en unas figuritas pequeñas, como estatuas de juguete: eran unos egipcios amasando pan. Pregunté al guía que instruía nuestra visita, y me explicó que estos panaderos habían quedado inmortalizados con el faraón. Sus imágenes garantizaban la supervivencia de éste en el más allá. Cuando el faraón despertara del sueño de la muerte, ellos estarían allí, pues el faraón para vivir en el otro mundo necesitaría pan, y así, estos panaderos pequeñitos, con el pretexto de suministrárselo, asegurarían de paso su propia supervivencia. Finalmente, gracias al pan, todos inmortales. En ese momento tuve la idea de hacer este espectáculo» (El Brujo).
El hambre es la metáfora esencial que une a los pícaros con los místicos. Un gato rabioso que se agarra a las tripas y no hay manera de que las suelte. Para ello no hay medicina sino es esta del pan. El pan que da la vida. Lazarillo, Guzmán de Alfareche, pícaros hambrientos ávidos de este pan real; ese infeliz Don Pablos, que intentando demostrar su condición caballeresca, terminará asumiendo su condición de marginado, de hambriento.