El sueño de una noche de verano forma ya parte del imaginario colectivo, y ha sido representada tantas veces que inevitablemente nos remite a imágenes idealizadas del mundo del bosque, con sus duendes y sus hadas, un universo mágico del que nos alejamos a la misma velocidad con la que nos distanciamos de nuestra infancia. Cuando somos adultos, ese mundo se tiñe de nostalgia, de recuerdos; y, con la pérdida de la inocencia, pasamos a convertirlo en un universo de los deseos inconfesables, como idealización contrastada con lo real.
El bosque, en Shakespeare, no es idílico, como podría parecer por la iconografía que nos ha quedado de esta obra; se trata de un bosque negro, terrible, donde el vaho cenagoso produce alucinaciones y los sentidos se trastocan, impregnándonos de imágenes irreales. Y en ese estado de duermevela perdemos la conciencia de quiénes somos. "Quién soy" y "Cómo soy" son dos preguntas que todos nos planteamos, y que cada uno resuelve como puede. Esta obra nos coloca ante esas dos preguntas como si estuviéramos ante una puerta en la que, si pasamos el umbral, a lo mejor no nos gusta cómo nos vemos... o sí. ¿Por qué no probarlo?