La tempestad representa, por ser el último texto escrito por el Bardo, el testamento de Shakespeare, lo que le concede una riqueza inaudita: prácticamente se podría tratar como una retrospectiva de toda su obra, pero sin perder su carácter individual.
Northrop Frye identificó una vez a Próspero con Shakespeare, en un sentido altamente irónico, encontrando también en Próspero a “un actor-administrador acosado y exhausto de trabajar, que regaña a los actores perezosos, alaba a los buenos con un lenguaje de conocedor, imagina tareas para los ociosos, constantemente al tanto de su tiempo limitado antes de que empiece la función, para al final, salir a implorar el aplauso del público”. Sobre esta premisa se plantea esta Tempestad: los actores son personajes que actúan en una ficción que tan pronto parece realidad como se convierte de nuevo en un cuento que habla de la “VIDA” con mayúsculas. Cinco intérpretes masculinos, un técnico de sonido y un técnico de iluminación, darán vida a los 20 personajes de la obra, como si de un malabarismo circense se tratara.
La comedia llega a su supuesto final feliz, la ficción ha enderezado los entuertos y promete un futuro dichoso con el amor de los dos jóvenes. Pero sabemos que todo es teatro; un sueño bello y prodigioso puesto en escena. Y al acabar la función, tenemos que volver a la realidad, una realidad que hasta ahora se nos ha escamoteado doblemente, porque hemos estado viendo teatro dentro del teatro.
Y todo vuelve a ser lo que era.
Los hombres no cambian. Los monstruos no cambian. Todo ha sido pura ficción, truco, teatro. El mago abandona sus poderes para aceptar con melancolía la realidad y, a través de él, Shakespeare dice también adiós a su fantasía, igual que Cervantes hace que Alonso Quijano se despoje del don de la locura. Es el tránsito de la ilusión al desengaño. Del arte a la vida.
Sergio Peris-Mencheta