Mi relación con El caballero de Olmedo comenzó en el bachillerato. Me intrigaba la triste historia de don Alonso, la injusticia del acto cobarde, las malas artes de Fabia; me parecía una historia con mayúsculas. Pero lo más emocionante era su lírica, aquellos versos hermosos y llenos de fatalidad, profundos y de una belleza sencilla. Ya en la Escuela de Arte Dramático, estudiando dirección escénica, elegí la escena de la despedida para uno de los ejercicios del segundo curso y quedé prendado de la obra para siempre. Me parecía también algo muy nuestro. Y es que la historia de El caballero de Olmedo es muy española: un hombre joven, guapo y capaz, un tipo que se distingue de los demás por su nobleza y valentía es asesinado por envidia, muerto como un perro por la pura desesperación de un incapaz. El desprecio: esa lacra tan española como atemporal. Alonso es el extranjero, y produce esa inquina que provocan las novedades en los pueblos, en las ciudades. Aparece como el diferente, que ocupa un espacio que el lugareño considera suyo. Es un hombre de honor, pero a los ojos de sus rivales resulta un usurpador. No hay que hacer un ejercicio demasiado complejo para que nos recuerde a nuestro tiempo. Nosotros, ya saben, hemos tratado de hacer nuestra esta historia para intentar que sea, también, algo de ustedes.